Hace un par de años la Real Academia Española -que legisla los cambios lingüísticos- decidió que la palabra «solo» dejara de acentuarse. Hasta ese momento esa palabra debía llevar tilde cuando podía ser reemplazada por «solamente», es decir, cuando funcionaba como adverbio.
Esa regla evitaba frases confusas o ambiguas: «Sólo le pido a Dios» no significa lo mismo que «solo le pido a Dios». A partir de ese cambio a los lectores nos resulta difícil distinguir si Pedro fue solo al cine porque lo plantaron los amigos o si fue solo al cine porque no le alcanzaba la plata para ir a cenar después.
Muchos protestamos por aquella resolución. La Real academia, para suavizar los enfrentamientos, dio un paso al costado y aclaró que la tilde pasaba a ser opcional. Para mí, que me gusta tener todo bajo control, ese fue un alivio parcial.
Parcial porque me presentaba otro dilema: ¿Cómo hacer para que la presencia o la ausencia de la tilde no se considerara una falta ortográfica? Eso no dependía de mí sino de la persona que leía el texto.
Lo solucioné de la siguiente manera: Si le escribía a quien yo suponía que estaba al tanto de las actualizaciones lingüísticas, el solo iba sin tilde, para mostrar que yo también estaba actualizada. En cambio, si mi interlocutor era alguien poco interesado en esos asuntos, el sólo iba acentuado, para que no pensase que tengo faltas ortográficas.
Me manejé en esa ambigüedad prejuiciosa con la creencia de haber solucionado el problema, hasta que escribí un libro y lo mandé a corregir.
La correctora, -una de las pocas personas que puede descubrir un error de tipeo tanto en «ilui nishmat» como en «Led Zeppelin»- me mandó un mail apenas recibió el manuscrito:
«Hay que decidir qué postura tomás con respecto al solo. A veces está acentuado y a veces no. Tiene que haber coherencia. Si bien la Real Academia ahora lo pone sin tilde, la mayoría de la gente «culta» lo sigue usando. Hacé lo que quieras pero con coherencia».
Hacé lo que quieras, me dijo. Lo que yo quiero es vivir en mundo predecible y ordenado en donde las reglas ortográficas no cambian.
Cuando tengo que tomar una decisión y no veo claramente lo que debo hacer, uso una técnica que me ayuda a definirme: Me imagino a mí misma en el futuro soportando una u otra consecuencia de la decisión que debo tomar.
Esa técnica es eficaz cuando estoy a punto de comer una porción de torta y la Judi del futuro me avisa que todavía no puede sacarse ese kilo de encima. Me ayuda cuando quiero protestar porque mi marido dejó la cuchara jalabí del lado basarí y la Judi del futuro me avisa que ni recuerda cuál había sido la causa, pero sí sabe que se generó una lamentable pelea.
En este caso imaginé a la Judi del futuro -digamos dentro de treinta años- leyendo mi libro. No me importó que no le gustara ni que cuestionase algunos conceptos. En lo único en que me fijé fue en su reacción al llegar a los solos: sintió escalofríos al verlos acentuados.
Por lo visto en ese futuro que imaginé, nadie –ni yo misma- recordaba que en algún momento la regla había sido tildar esa palabra, por lo que la Judi del futuro lo entendió como una falta torpe y vergonzosa.
Al día siguiente le mandé mi respuesta a la correctora:
«Decidí que «solo» vaya sin tilde porque este libro va a quedar para la posteridad y será un clásico que se leerá dentro de cien años, cuando ya nadie utilice el solo tildado».
Firmé, agregué tres caritas sonrientes para que supiese que estaba bromeando y me quedé tranquila: volvía a tener todo bajo control.
Hace unos días, la Real Academia Española admitió su derrota frente a la acentuación en «sólo». Reconoció que los escritores y académicos lo siguen tildando y disimuladamente, se retractaron.
Al leer esa noticia envejecí diez años. Desde ese día me falta el aire y tengo pesadillas recurrentes en las cuales una letra «o» gigante me persigue para aplastarme.
Oi va voi, mi libro, está suelto por allí, repleto de faltas de ortografía y yo no puedo controlarlo.
Desesperada acudí nuevamente a la Judi del futuro que es mucho más sabia que yo: Primero se rió un buen rato, después me dijo que no había de qué preocuparse porque mi libro desde siempre había caído en el olvido y finalmente me reveló que con el tiempo yo iba a aprender a vivir con emuná shlemá y reconocer que todo lo que hace Hakadosh Baruj Hu es para bien aunque a mí no me gustara. Por último se despidió con un consejo:
-Está muy bien esforzarse para que las cosas salgan bien, pero nunca olvides que el resultado no está en tus manos.
Así que ahora sólo me queda esperar. Me tranquiliza saber que dentro de algunos años me volveré más flexible. Mientras tanto permítanme superar la culpa. Esto sólo es una fe de erratas.
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