Esa noche nos sentamos en la cocina frente a un Big Mac. Nos quedaba un rato antes de salir para el aeropuerto y como habíamos pasado el día preparando las valijas, todavía no habíamos comido nada. La semana anterior una amiga nos había llevado a una conferencia acerca del poder espiritual de la pata de la kuf y nosotros sin dar muchas vueltas, sacamos pasajes para Israel. Queríamos ver de cerca de qué se trataba todo eso.
Si hubiese sabido que esa sería la última comida taref de mi vida hubiese prestado más atención. Hubiese hecho una pequeña ceremonia de despedida proponiendo un brindis por la milanesa napolitana, las rabas al ajillo y las costillitas de cerdo. Pero estaba distraída. No me imaginé que ese mes que pasamos en Jerusalem cambiaría nuestras vidas.
Comer kasher fue una decisión que nunca tomamos. Simplemente sucedió. En el viaje de vuelta pasamos un día en Amsterdam y ninguno de los dos se animó a comer nada más que unas manzanas y unas burecas de Mahané Yehuda que teníamos en la mochila. Lo que habíamos visto y estudiado durante ese mes nos había llegado hasta el estómago.
Durante todos estos años, ni por un instante extrañé la comida taref. Nunca. Me reía de quienes decían que la carne kasher era dura o salada, porque yo comía asados dignos de ganar el mundial de asados y las medialunas de Malena, con las que acompañaba el mate, eran mejores que las de Atalaya.
Comer kasher era una mitzvá fácil de cumplir.Por lo menos hasta que hice aliá. Entre las cosas que consideré antes de decidir vivir en Israel jamás se me cruzó por la cabeza el tema de la comida. Los primeros meses tampoco me dí cuenta de ese detalle porque deslumbrada por el falafel, el jumus y las aceitunas del tamaño de una nuez no tenía tiempo de extrañar nada.
Hasta que mi paladar me empezó a pedir los sabores de mi infancia. La primera crisis la tuve con los alfajores. En Israel no hay alfajores. Hay rogalaj, Pesek Zman y chocolate Rosemarie, pero alfajores no. No tuve que idear un plan sofisticado para solucionar esa ausencia: me basta con mendigar a quien viene desde Argentina o exigirle a mi familia que cada vez que nos visiten carguen media valija con cajas de Successo.
Pero la crisis de la fugazzeta no era fácil de solucionar. La pizza en Israel es la peor del universo, y no me importa. Lo que no les puedo perdonar es que ni siquiera sepan qué es una fugazzeta. Cuando me di cuenta de que nunca más iba a comer una fugazzeta de Soultani me deprimí. Durante semanas investigué las pizzerías israelíes. Me ilusioné cuando descubrí una manejada por un argentino. Me decepcioné cuando me dio una explicación extensa de por qué con el queso israelí hacer una fugazzeta sería un milagro.
Fue en ese momento en el que ideé el plan.
Lo primero que hice fue abrir un blog. Empecé a escribir cualquier cosa que me sirviese para conectarme con Argentina. Me hice de dos compañeras que nunca sospecharon mis verdaderas intenciones: les hice creer mi interés en formar una comunidad virtual de gente con experiencias parecidas, las convencí de la importancia de mostrar la verdadera cara de la teshuvá y la necesidad de romper mitos y prejuicios.
Me costó varios años, pero esa parte del plan tuvo éxito. Conseguí amigas incondicionales en Argentina y un pequeño grupo de lectoras a quien les caigo bien, o les doy lástima, no sé muy bien.
El segundo paso fue escribir un libro. Esa parte del plan me costó un poco más porque tuve que invertir tiempo y una pequeña fortuna en imprenta, pero valió la pena porque eso le dio credibilidad al asunto.
Por último tenía que lograr que mi marido pensase que la idea había sido suya. Esa parte fue fácil y hoy puedo decir que el plan funcionó.
Mi familia cree que en Noviembre voy a soportar veinticuatro horas en un avión hacia Argentina para visitarlos. Mis amigas creen que voy a presentar Oi va voi, aquel libro que escribí como fachada. Andi y Caro creen que viajo para que hagamos un evento espectacular donde las tres compartiremos con algunas de ustedes una noche estrellada en un jardín de Belgrano.
Lo he logrado y ahora puedo confesarlo todo.
La única razón por la que viajo a Argentina es para comerme una fugazzeta grande.
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