Son las cuatro de la mañana. Erev Tishá B’Av. Me despierto y sé que no voy a poder volver a dormir. Salgo de la cama rápido, antes de quedar atrapada en el ensueño. No quiero pensar en nada. Estos días tengo ganas de esconderme detrás de una puerta a esperar en cuclillas a que todo pase. Que pase el ayuno, el duelo y la tristeza. Que vuelva la música. La ropa lavada. No tengo ganas de sufrir. Tishá B’Av me es ajeno. Ellos, que han destruido el templo, tendrán que reconstruirlo. Yo, argentina. No tengo que ver con nada. Por supuesto le explico a mis hijos que cada mitzvá bla bla una nueva piedra bla bla bla. Pero mi vida. No tengo ganas de llorar. Y mucho menos por lo sucedido hace casi dos mil años.
Y para colmo Kamsa y Bar Kamsa. Si hasta parece un cuento para niños: había una vez un señor que fue humillado y se volvió muy, muy malo y quiso vengarse de su pueblo. Y colorín colorado. Allá lejos y hace tiempo, los culpables del destierro. Esta madrugada en Jerusalem, una insomne bostezando.
Digo un señor que se volvió muy malo y recuerdo un artículo que leí hace un tiempo, en el que el rab Grylak reflexionaba acerca de lo sucedido en un crucero que quedó detenido en medio del océano. Cuatro mil personas sin agua ni alimentos. Cinco días de miedo. La nota destaca el comentario de uno de los protagonistas, quien describió cómo esa situación extrema convirtió a mitad de los involucrados en héroes, y a la otra mitad en animales.
Un señor se volvió muy malo ¿y nosotros en quién nos convertimos cuando Hashem nos pone a prueba? El dolor nos transforma de distinta manera a cada uno: te puede convertir en un tirano, que abusa del poder y disfruta de la venganza. Te puede convertir en un aprovechador de las desgracias ajenas, que disimuladamente intenta sacar la mejor tajada. O te puede convertir en rabbi Zacharia ben Avkolus, a quien el talmud señala como el culpable definitivo del jurbán.
Lo interesante es que rabbi Zacharia ben Avkolus no hizo nada. No hizo nada, repito. Y a esa nada le debemos la destrucción. Esa nada de no hacer lo que se podría haber hecho. Él podría haber decidido presentar el korbán que envío el Cesar, podría haber decidido condenar a Bar Kamsa, pero no lo hizo. Tuvo miedo y así fuimos destruidos.
El miedo que paraliza, nuestro enemigo. El miedo a equivocarnos, nuestro enemigo. El «por las dudas yo no hago nada» nos destruye. Eso, y el horrible pensamiento que mi felicidad es más importante que la del resto.
Es muy fácil imaginarse que nunca seríamos como Bar Kamsa, que podríamos superar nuestras ofensas y no convertirnos en acusadores. Pero eso no lo sabremos hasta no ser humillados en una fiesta. ¿En qué bando hubiésemos estado en ese barco inmovilizado? sólo lo podríamos descubrir en el medio del océano.
¿En quién nos convertimos cuando Hashem nos pone a prueba? Enfrentémonos al sufrimiento de reconocer qué parte de la culpa es nuestra. Pensemos qué haríamos si no tuviésemos miedo. Y después hagamos algo para no seguir viviendo entre las ruinas. Pensar y hacer. Sin miedo. Recuerden, peor es nada.
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